De entrada, aclaro que no tengo nada en contra de divertirse en tiempos de pandemia. Aunque, por supuesto, debemos extremar las precauciones, «la vida es eso que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes», que dijera el malogrado John Lennon. Por ello, ese empeño por parte de ciertos componentes de la sociedad en cercenar todo aquello que da satisfacción al ser humano en aras de combatir una enfermedad, no le encuentro mucho sentido. ¿No es mejor optar por la pedagogía que por la prohibición? Hace meses llamaba la atención, en estas mismas páginas, sobre la conveniencia de respetar las normas en la hostelería extremando las medidas de higiene y procurando cierto distanciamiento social. Apelaba entonces a relegar los besos y los abrazos: el cariño también se demuestra yendo a desayunar, comer, cenar…, y gastando dinero en un sector que lo necesita. Sigo pensando lo mismo, y sigo animando a las personas sanas a acudir a sus restaurantes favoritos si es eso lo que quieren. Cuidad vuestro comportamiento y observad el cumplimiento de las normas en los demás, sí; también disfrutad de una charla tranquila, de unos platos sabrosos, de un rato distendido… ¿Es este, acaso, un argumento banal que solo busca el hedonismo? No lo creo, somos personas y aunque nuestra salud física es importante, no lo es menos la mental. Y sin vías de escape -llámese restauración, teatro, cine, deporte o sexo, por poner unos pocos ejemplos-, el estado de nuestra cabeza peligra.
¿No convence mi argumento? Para la apertura de la hostelería tengo otro. Por cuestiones que no vienen al caso, llevo desde pasado Reyes viajando por distintos lugares de España a razón de 3-4 días a la semana. Y en todas estas escapadas me ha quedado más que patente que la hostelería es un servicio público. Mi trabajo me ha obligado, no solo a dormir en hoteles, también a estar todo el día trabajando en entornos con frío, lluvia, inclemencias del tiempo varias, y en todos esos días, ¡eché tanto de menos un plato caliente! Es más, en uno de mis viajes dormí en un hotel de 4 estrellas donde, por cuestiones atribuibles a covid-19, habían decidido no abrir el restaurante. ¡Señores, que cuando estoy en un hotel, eso es mi casa! Imaginaos pasar el día en el campo, en el mar, a temperaturas gélidas, comer una chocolatina, un bocadillo frío, lo que sea que te puedas llevar a la boca y, después, llegar a tu casa -ergo, hotel- y encontrarte con que no puedes tomarte un consomé, un bocado caliente, algo reconfortante que llevarte a la boca.
Ver, en tierra de pescadores, hombres curtidos, muertos de frío, tomando en terrazas un café calentito a ver si el cuerpo se recuperaba fue, en cierto modo, una imagen desoladora. ¡Antes morirán de pulmonía! Y mientras, en la Comunidad Valenciana, con temperaturas esta última semana de 26ºC, hasta las terrazas cerradas, negando a la población ese servicio público que es la restauración. ¿Nos hemos vuelto locos? ¿En serio son estas las medidas que impedirán la propagación a largo y corto plazo de este nuevo virus? No se ven diferencias en la incidencia de contagios entre las comunidades que sí permiten la apertura de la hostelería con las que la mantienen cerrada o, únicamente, permiten el servicio en terrazas.
Por favor, no nos carguemos los servicios públicos: la hostelería, le pese a quien le pese, es uno de ellos.