Esto del delivery es una mierda y si el futuro va a ser así, pues me cago en su puta madre. Así de claro se lo digo. Les pongo en situación, amables lectores que me leen. Viernes Santo, la nevera vacía y es hora de comer. Así que decido pedir a domicilio. Escojo un restaurante de hamburguesas que conozco. Hace tiempo que no voy -¿y cómo si no?- pero he estado muchas veces. Las hamburguesas están buenas y las patatas son caseras. Decido que con eso y un refresco voy que me estrello. Y como conozco lo que puedo esperar, de paso me sirve de experimento. El mundo es de los valientes, claro que sí.
Pido y espero a que llegue. Cosa que sucede con puntualidad teutona, en el tiempo que se me ha anunciado que llegará. Todo viene bien empaquetado, en cajitas de un material que tiene pinta de biodegradable, compostable y reciclable. Cojonudo. La salsa que he pedido aparte. Ponerla en la hamburguesa hubiera sido una insensatez, pues habría terminado desparramada por la cajita biodegradable, compostable y reciclable, y no bañando la carne y el resto de ingredientes, a saber: cebolla, tomate, lechuga y jalapeños.
Abro las patatas para constatar lo que ya sé: están reblandecidas por haber estado sometidas a su propio vapor, encerradas calientes en la cajita biodegradable, compostable y reciclable. No pasa nada, no me enfado, ya contaba con ello. El primero que invente un sistema para que las patatas fritas viajen bien, se hace millonario. Se lo digo yo.
Bien, veamos qué pasa con la hamburguesa. Primera sospecha. La cajita biodegradable, compostable y reciclable es demasiado pequeña para contener un bocata con el tamaño del que yo recuerdo. Suspiro. Vamos allá -me digo- y abro. ¡Me cago en su puta madre! Una simple inspección visual me sobra y me basta para saber que esa hamburguesa no la han hecho en las cocinas del restaurante al que he ido mil veces, pero hace tiempo que no voy.
Está claro, clarinete que eso ha salido de una maldita dark kitchen, donde un pseudococinero muy mal pagado la ha cocinado (sic) como si estuviera en una cadena de montaje, mientras preparaba, a la vez, cinco comandas más de cinco restaurantes (sic) diferentes. La comida y la cocina tratadas como bienes de consumo utilitarios y apagahambres. Tienes dolor de cabeza te tomas un ibuprofeno, tienes hambre te pides una hamburguesa de delivery. Bienvenidos al valhala, donde todo está disponible, de forma inmediata, con tres clics y dos swipes.
Separo la parte superior del panecillo para una inspección más concienzuda. Un páramo, el desastre, la ignominia, el infierno de Dante y Sauron asolando la Tierra Media, todo resumido en una hamburguesa. Una lechuga iceberg medio mustia, una rodaja de tomate chuchurrío y… ¡Un momento! ¿Dónde están mis jalapeños? Y la carne, ¡sacrebleu! Un disco delgado, en el que se adivina por el olor que va hasta las tapas de ajo y perejil… Sí, sí, como lo oyen… ajo y perejil.
Una puta hamburguesa de McDonalds a precio de hamburguesa premium. Nada, hay que comer. Así que le doy un mordisco y ese no es el pan casero que se supone que debía estar allí. Es un puto bollo industrial que me transporta a la más misera de las miserias miserables de la existencia humana. En el segundo mordisco, oh Dioses bienaventurados, reconozco el sabor picante y ligeramente avinagrado del jalapeño. A fin de cuentas, mira, pues no se los habían dejado. Y el ajo y perejil, claro…
No como, engullo. Sacio el hambre canina que ya tengo a esa hora, porque a las siete de la mañana, todo hombre de bien ya tiene que haber desayunado. Y yo soy un hombre de bien. Termino la hamburguesa (sic) y reflexiono.
Primero. Recuerdo la cuenta y no es que sea caro, es que es directamente un atraco a mano armada. Comer sentado en una mesa del restaurante original me hubiera costado cuatro euros más, cinco si me hubiera tomado un café. La próxima, camino 15 minutos y voy. A veces somos como los humanos gordos y perezosos de Wall-E.
Segundo. El domingo mi nevera estaba igual de vacía y almorcé en el restaurante rumano de al lado de casa. Un pastrami de oveja servido en una plancha caliente con dos porciones de mamaliga (polenta), salsa de ajo, pan casero, una cerveza rumana Ursus y un café, me costaron lo mismo que esa desdichada hamburguesa de mierda.
Tercero. Sé y entiendo que la cosa está jodida y que hay que buscar alternativas para sobrevivir. También que la entrega de comida a domicilio puede ser una de estas alternativas. Pero si el camino es la mcdonalización me parece que va a ser pan para hoy y hambre para mañana.
Alguien que ahora pida esa misma hamburguesa que pedí yo, quizás porque cree que no es el momento de ir a un restaurante, no va a estar contento y le van a quedar muy pocas ganas de ir cuando se pueda. Puede que el delivery sea una ayuda ahora para que las cuentas cuadren, pero se corre el riesgo de tener el restaurante vacío cuando volvamos a la normalidad.
Y es que -y cuarto- en el caso de que el protagonista de la desdichada experiencia sea alguien como yo, que conocía el restaurante in situ, entonces el cabreo es mayúsculo y el sentimiento de sentirse estafado es casi ingobernable. O sea, si yo pido una pizza en Pizza Hut, ya sé que es lo que va a pasar: acidez de estómago toda la noche. Pero si lo hago en un lugar del que tengo un recuerdo de calidad… No entiendo a los restauradores que no comprenden el valor de su marca y que lo dilapidan de esta manera.
Y todo por veinticinco monedas de plata. Porque una vez descontado el precio de la cajita biodegradable, compostable y reciclable, el auténtico impuesto revolucionario que cobran las plataformas de delivery, y teniendo en cuenta que algo más barato si lo tienes que vender que en tu local, lo que te queda a cambio de haber fagocitado tu marca y tu prestigio es una mierda pinchada en un palo, en forma de hamburguesa. No sé, vosotros mismos, majetes.