Ahora que desayunamos a diario con noticias -apocalípticas normalmente, como si el panorama que dejamos atrás hubiese sido esperanzador- relativas a la reforma de las leyes educativas, quizás sea un buen momento para hablar de que la educación es también, aunque las noticias se centren en ingenierías, en carreras con notas de corte altísimas y en las salidas laborales de tal o cual titulación universitaria, la formación profesional y de que, en el caso que nos ocupa, no es posible un futuro esperanzador sin una formación gastronómica más sólida y mejor dotada.
La formación profesional ha sido siempre el patito feo. Lo ha sido, al menos, para unas administraciones que se empeñan en relegarla al papel de un plan B si todo lo demás sale mal. La formación profesional gastronómica no es una excepción y, aunque todos hemos escuchado aquello de que hace 30 años estudiaba cocina quien no conseguía estudiar otra cosa y hoy, sin embargo, aquello es un vivero de talentos que parecen salir de debajo de las piedras, hay muchos matices que hacer al respecto.
El primero de esos matices es que ese fenómeno, al que podemos referirnos como el “efecto Master Chef”, empieza a dar señales de agotamiento. Ya no son tantísimos los alumnos que se apuntan a estos centros pensando en la carrera de éxitos, fama y medios de comunicación que les han vendido y que, para su sorpresa, rara vez se encontraban al salir de las escuelas.
Aunque quizás tenga que ver, también, con los excesos que se han cometido en el ámbito profesional y que los alumnos han visto en la experiencia vivida en sus prácticas o en las carnes de las promociones que dieron el salto al mundo laboral antes que ellos. Es cierto que no todos los empresarios han actuado así -que haya que insistir en esto demuestra que el nivel del debate está bajo mínimos- pero es verdad también que aquí pagan justos por pecadores, que basta con que el local de al lado lo haya hecho y todos los demás mirásemos para otro lado para que ahora muchos titulados prefieran la mensajería, la construcción o las líneas de producción de una fábrica, que, como se sabe, son un continuo de relax y masajes en la espalda. Aún así, insisto, muchos los prefieren. Igual habría que dejar de engorilarse en el “no todos…” y empezar a analizar los motivos, porque nos va mucho en ello.
El segundo es que en esto, como en todo, hay clases. Y mientras hay centros privados en los que, previo pago, uno se encuentra con instalaciones, becas, viajes de estudios, intercambios y una bolsa de trabajo envidiable basada en el efecto lobby, la formación profesional pública, es decir, la mayoritaria, tiene difícil competir en igualdad de condiciones. Y aún así, de las escuelas públicas siguen saliendo profesionales enormemente capacitados. Impresiona pensar lo que ocurriría si se le prestase la atención que, a tenor de la importancia del sector gastronómico en nuestra economía, probablemente merece.
Por ese motivo hay que reivindicar una formación gastronómica de calidad. Pedir, aunque ya la haya, que cada día sea mejor. No conformarnos. Hablo de la formación privada, por supuesto, pero sobre todo, porque esa es la que nos compete a todos, de una formación pública y accesible, con centros en cada comarca, con suficientes plazas y suficiente equipamiento, con profesionales actualizados, capaces de captar y de retener talento y con una visión contemporánea del hecho gastronómico.
El futuro de la gastronomía necesita que los centros formen profesionales con conocimientos técnicos, con experiencia -una experiencia que acabe por fin con ese vacío legal de los stages no remunerados ni reglados- y con conocimientos de idiomas que no sólo les abrirán las puertas de otras cocinas sino que les facilitarán enormemente la inserción en un mercado laboral enfocado en muy buena medida en el fenómeno turístico; profesionales con formación en el ámbito laboral, en sus derechos y en el contexto en el que van a desenvolver su trayectoria, porque eso los hará mucho más libres.
Hace falta una formación que entienda la gastronomía como un hecho cultural, como una realidad que nos explica ante el mundo, con hondas implicaciones económicas, culturales y sociales; una formación gastronómica humanista que cree profesionales con una mentalidad gastronómica más abierta y con capacidad crítica ante su formación, ante el entorno laboral y ante las eventuales burbujas que se puedan encontrar en su camino.
Sé que hay una cantidad importante de docentes y de centros que trabajan ya en esta línea. No daré nombres, porque no quiero personalizar y convertirlos en excepciones. Ellos son quienes demuestran que es posible una formación más amplia, más diversa, más inclusiva y más crítica; gente que se esfuerza cada día más allá de lo que se les puede pedir por contrato, por defender una profesión culta, abierta y plural. Gente que demuestra, incluso en momentos hasta cierto punto descorazonadores como los actuales, que hay otro futuro para el sector gastronómico.
Ese futuro pasa por las escuelas y los centros de formación en hostelería, pero pasa también, y sobre todo, por una sociedad y por unas administraciones que entiendan que es ahí, en la formación de los futuros profesionales de esa cocina española que hemos construido como objeto de deseo, donde nos lo jugamos todo porque, como siempre ocurre, está bien que el vértice de la pirámide brille, porque hacia allí se dirigirán los focos, pero es mucho más importante que su base sea amplia y sólida, capaz de soportar el peso de la parafernalia que tanto nos gusta colocarle encima.