Cuando no sé sobre qué escribir miro por la ventana. Fuera echan el cierre, se saltan un ceda el paso, azuzan a un perro que husmea ya otro árbol. Cojo un libro y lo abro por donde él me diga. Cojo a Siri Hustvedt, a Maggie O'Farrell, a Joan Didion; a Natalia Ginzburg, a Vivian Gornick, a Clarice Lispector; a Sara Mesa, a Marta Sanz, a Leila Guerriero. Una frase cualquiera, aunque ninguna lo es, despierta algo lejano y viscoso que trato de concretar en palabras. Echo el lazo y tiro y tiro y tiro. El perro ya está en su casa. Y aquí todo es azul.
Hay quien cuando no sabe qué escribir coge una copa de vino. Lo he intentado. He tratado de replicar lo bohemio de una buhardilla parisina, incluido Charlie Parker al saxofón. El cigarrillo en la boca aunque ni fume ni quiera hacerlo. Me he clavado el cuchillo disuelto del Dry Martini de Manuel Alcántara.Sin embargo, al primer sorbo mi mente sale de paseo, me dice ciao, agur, arrivederci. Deja caer el lazo. Y todo son fantasmas.
También siento un peso. Una vergüenza fría. “Cuando una mujer bebe es como si bebiera un animal o un niño”, escribió Marguerite Duras. En ese mismo texto recopilado en La vida material apunta que para ir a beber sola a un bar, “era preciso haber bebido ya”. Y es que el alcohol en la mujer adulta es todavía abandono. No solo a ella misma, sino a los demás. ¿A quién es capaz de cuidar una mujer si bebe? ¿Quién agarrará al perro?
Recuerdo a Lucía Berlín y su profunda noche oscura del alma. Es fantástico ese relato -Inmanejable- en el que recorre la madrugada en busca de licorerías abiertasque alivien sus tem(bl)ores, y vuelve a casa, la última gota en la comisura de los labios, justo a tiempo para preparar el desayuno a sus hijos. Recuerdo también a Gena Rowlands (quién puede no hacerlo) y a esa mujer bajo la influencia de Cassavetes a la que interpretó y que no era una madre alcohólica sino maniaco-depresiva. «No está loca, solo es original», la defiende su marido.
Así que no. No bebo para escribir. Por los sedimentos sobre los que me he construido como mujer y porque, en mi caso, escribir es cuestión de estar atenta -cómo voy a palpar, si no, las respuestas en toda esta oscuridad-. Además, una mujer sola en una barra para muchos sigue siendo distorsión (y te invitan a una copa). Un hombre, en cambio, tintero.
Hace algunos meses, J.J. Muñoz Rengel compartió en Twitter unas ilustraciones del norteamericano Aaron Bagley. En ellas dibujaba los retratos de escritores conocidos por su relación con la bebida. Estaban James Joyce, Charles Bukowski, Ernest Hemingway, Faulkner, Kerouac… Solo hacía acto de presencia en esa alabada orla de escritores malditos Dorothy Parker. Junto a Duras y Berlín, me vinieron a la cabeza Jane Bowles, Patricia Highsmith, Carson McCullers, Jane Rhys, Anne Sexton. Pero claro, no son creadoras. Son solo mujeres que beben. La maldición da crédito, pero hasta ella sabe de géneros.