Olía desde el descansillo, en cuanto salías del ascensor. Durante todo el invierno mi abuela tenía siempre una olla de caldo para quien quisiera un poco para empezar la comida. A veces, el caldo se arrancaba desde cero. Otras, muchas, simplemente se refrescaba. Sobre el resto de caldo viejo, quizás menos de media olla, se añadían más patatas y más verdura y se dejaban cocer.
En ocasiones quedaba solamente un resto, espeso después de horas y más horas de cocción en las que las patatas y las fabas (las alubias) acababan casi por desaparecer integrándose en un líquido cada vez más denso.
Olía a casa, pero, al mismo tiempo, el caldo conseguía intrigarme, porque no era siempre igual. Y una receta, se sabe, es siempre idéntica a sí misma: el solomillo Wellington es una combinación de ingredientes y técnicas, siempre los mismos, siempre en el mismo orden que dan como resultado ese plato. Lo mismo ocurre con la pasta a la carbonara o con el bacalao a lo Club Ranero. Pero con el caldo de mi abuela no pasaba. Con frecuencia era diferente a sí mismo, lo que me parecía algo mágico, y, además, era distinto a los caldos que probaba en otras casas, lo que lo elevaba a la categoría de misterio.
Tardé décadas en descubrir que las recetas entendidas como un dogma son algo que hemos recibido de la cocina académica, de una manera de entender la alimentación burguesa y adinerada, mientras que la cocina de diario de tantas casas iba, y sigue yendo, por otros derroteros.
Un caldo no es una receta. Es, en realidad, una aproximación. Pero no una aproximación a un plato. Es una aproximación a un modo de relacionarse con el mundo.
Me sentaba a la mesa y llegaba un plato que a veces tenía grelos, otras veces nabizas; en ocasiones repollo blanco, otras rizado o quizás berza. Luego descubrí que en otras casas, quizás en otras comarcas, esas verduras podían ser sustituidas por judías verdes, por calabaza, por tallos de cebollas tiernas, por nabicol, guisantes o incluso acelgas. Y que todos eran caldos, como los que usaban castañas en lugar de patatas, como los que preferían las alubias pintas, los que las cambiaban por garbanzos o los que añadían nabos.
Y todo eso antes de entrar en el capítulo de las carnes. Porque el caldo base, el que da nombre al plato, puede elaborarse de mil modos. El mínimo común es el unto, la grasa que recubre las vísceras del cerdo y que, en la matanza, se retira con cuidado, se sala, se envuelve sobre sí misma y se cuelga a curar, preferentemente cerca de una cocina de leña. Un trocito de unto, apenas del tamaño de una nuez, convierte una olla de agua caliente en algo reconocible y reconfortante.
Aunque ni el unto es imprescindible y hay caldos, aprendí, que no lo necesitan. Luego hay que decidir si se utiliza solamente carne de cerdo, y en su caso si empleamos lacón, chorizo costilla salada, tocino o soá (hueso de espinazo). Alegría, alegrote, está o rabo do porco no pote, decía la canción popular. No debía ser tan frecuente, cuando era motivo de fiesta. O si añadimos jarrete de ternera, gallina o hueso de caña con tuétano.
A mí me gustaba el caldo con más patata que alubia, con alguna rodaja de chorizo y, quizás, unas hebras de lacón. Así lo preparaba mi abuela. Así lo preparaba también mi madre en casa. Me gustaba esa sensación de vaho en la cara, con el plato recién servido y el aroma del unto envolviéndome y condensándose en los azulejos de la cocina.
Aún queda decidir si el caldo lleva lo que nosotros llamamos un rustrido, un refrito de pimentón en aceite al que, según quien cocine, se le añade cebolla que se deja cocinar hasta que poche, ajo, perejil o un poco más de unto. Yo no lo sabía, pero hay caldos rubios, caldos blancos, caldos verdes; caldos menores y los que se han definido como caldos de carne. Todos caldos. Todos sin receta.
Y encontré ese texto en el que Emilia Pardo Bazán habla de que el gallego era casi vegetariano por necesidad y cita luego varios caldos. Y a continuación el poema de Rosalía de Castro que habla de lo que ella bautiza como caldo de gloria: coles, unto, harina para engordar el caldo. Y bolos do pote, bollos de harina y agua que, con suerte, llevaban un torrezno en su interior.
Docenas, quizás cientos de versiones, la mayoría, además, cambiantes, para un plato que se resiste a las recetas, como la mayor parte de la cocina tradicional. Se resiste porque es fruto de su entorno, y los entornos cambian. Un caldo es, en realidad, el resumen de un momento y de un lugar: es la verdura de temporada, es el tamaño de la olla, es el alcance de la economía familiar, es a veces la subsistencia y a veces la celebración. Es en ocasiones un plato de otoño y, en otras, de primavera.
Pero un caldo es, sobre todo, una memoria. Estoy cocinando uno mientras escribo y la casa huele a casa de mis abuelos, a la cocina de mi madre, a noches de invierno a la vuelta del colegio; a los deberes redactados en una banqueta arrimada a la encimera mientras la abuela va preparando la cena, a la vuelta del mercado, el sábado, con un manojo de grelos, a la casa de comidas en la que entras un mediodía helado de invierno pensando que, si tienes suerte, habrá un caldo que te reviva. Huele a casa, huele recuerdo y huele a familia. No tengo muy claro cómo se podría plasmar eso en las instrucciones esquemáticas de una receta.