Tengo claro que un día moriré. Les aconsejo que ustedes hagan lo propio y también lo asuman, que después sucede lo inevitable y todo son lamentos y disgustos. Solo espero que no sea demasiado pronto, y que llegada mi hora me vaya de este mundo sin sufrir ni hacer sufrir. Puedo asumir la muerte, pero el dolor lo llevo regulinchi.
La pandemia nos ha enfrentado cara a cara, más si cabe, con la vulnerabilidad y con la muerte, propia y ajena. Y digo más porque, la vida más que arrojarnos a la propia vida -valga la redundancia- nos lanza en brazos de la muerte desde el primer instante.
Lo que, dicho sea de paso, es un gran aliciente para disfrutar de nuestra existencia intensamente y no pensar en la muerte más que cuando esta sea algo más que inminente e inevitable. Pero a veces la muerte asoma la cabeza.
Sin ir más lejos, el otro día. Era mi visita quincenal al mercado y fui a mi carnicería habitual. Pedro, mi carnicero, no estaba. Tampoco le di mayor importancia. Me atendió su hijo, que sin previo aviso me pide que nos saltemos la distancia de seguridad y que me acerque, que me quiere contar algo al oído.
Y me cuenta que su padre hace tres semanas que está ingresado por Covid, intubado y en coma inducido. Su madre igual, pero en un hospital distinto. La imagen se me hizo durísima. Después de una tía abuela que murió en la primera ola, Pedro e Isabel son las dos personas más cercanas que he tenido en esta situación.
El muchacho me explica que me lo dice así, discretamente, porque no quiere que corra mucho la voz ni por el mercado ni entre los clientes, pero que informe a mi madre, que también es una buena cliente.
Automáticamente, mi mente se fue esos días de marzo del año pasado, cuando todos estábamos encerrados en casa y nos quejábamos por no poder salir, mientras que a miles de trabajadores en mercados y supermercados no les quedó más remedio que ir a trabajar para que nosotros pudiéramos seguir comiendo y hacer pan para subirlo a Instagram, cuando a lo mejor donde ellos querían estar era, precisamente, encerrados a cal y canto en su casa.
Y retrocedí doce meses atrás, cuando los sábados por la mañana, muy pronto, iba a ese mismo mercado a avituallarme y veía a los vendedores en sus puestos, protegidos como podían -en esa época las mascarillas no sobraban- y con el miedo marcado en el rostro. Literalmente acojonados como lo estábamos todos.
O me llegaron imágenes, también de hace un año, de puestos que la semana anterior estaban abiertos y que a la siguiente aparecían cerrados sin un cartel que explicara el por qué, aunque todos intuíamos que aquello del por defunción o por enfermedad, probablemente fueran las causas más probables.
Sin duda. Nunca estaremos suficientemente agradecidos a tanta y tanta gente en esta pandemia, pero creo que personas como Pedro e Isabel no han tenido el reconocimiento que merecen.
Y por eso me dio mucha rabia cuando me di cuenta de que su hijo me contaba cómo estaban sus padres como si tuviera algo de lo que avergonzarse, como si tuviera que proteger su negocio de las habladurías y del qué dirán. De la misma manera que hace tiempo se escondía que alguien estaba enfermo de tuberculosis o aún pasa con el cáncer. De desagradecidos está lleno el mundo.
Los médicos le dijeron a Pedro hijo que había que tener fe y paciencia. Este no es el final que había escrito ni el que quería para este artículo. Pedro murió el pasado 28 de abril, a los 69 años, a causa de una infección por Covid que no pudo superar. Isabel sigue en el hospital, ajena a todo. A veces pienso que no somos más que un cementerio en el que enterramos a nuestros muertos entre recuerdos.
Echaré de menos hacer ver que el futbol me gusta y me importa, mientras Pedro me corta los filetes y hablamos del Madrid -él- y del Barça -yo-. Y por supuesto, sus refranes burgaleses llenos de retranca. Va por vosotros, Pedro e Isabel.