Lo siento, no comulgo con el consabido refrán 'dime de lo que presumes y te diré de lo que careces' o, por lo menos, no lo admito siempre. A veces, cuando decimos que somos de tal o cual manera estamos, sencillamente, diciendo la verdad. Dicho esto, no soy alarmista, no soy hipocondríaca y de veras veo, la mayoría de las veces, el vaso medio lleno. Con esta tarjeta de presentación, mal que me pese, he de decir que estoy pelín preocupada. La euforia que sentí, sentimos, con la apertura de establecimientos, de terrazas, de algunas zonas de los restaurantes, ha pasado a una asunción natural del regreso a lo de siempre. Leo con satisfacción a Albert Molins diciendo, en su columna de opinión de este mismo medio "pues debo decirles que ir a un restaurante, para nosotros los clientes, sigue siendo básicamente lo mismo que era hace tres meses". Y así es, para nosotros, el cliente, la vida sigue igual.
Eso tiene, en mi modo de ver, cierto punto negativo, porque la vida sigue igual, pero, por ahora, no es igual. ¿En serio en los restaurantes y bares hay que abrazarse a cualquiera? No es una pregunta inocente; es una pregunta intencionada, porque, he visto cosas que algunos no creerían. Maîtres abrazándose con clientes, con proveedores, con visitantes. Parroquianos que se encuentran casualmente, charlando, sin mascarilla, cara a cara, frente a frente, a apenas 30, 40 centímetros. Camareros atendiendo con la mascarilla cubriendo tan solo la boca, mesas sin desinfectar entre cliente y cliente… ¿Hace falta que siga? Lo que veo es mucho amor y escasa prevención.
¡No se me ofendan! No señalo a nadie en particular. Casi todos lo hacen bien, pero podrían hacerlo mejor. Restauradores y público, no se confíen. Hay rumores, en apariencia positivos, que no son más que constataciones de lo que todo el mundo quiere oír pero que no se apoyan en ninguna prueba científica. Hay uno, en estos días, muy insistente: el coronavirus ha mutado y se ha atenuado, rebajando su capacidad contagiosa, y reducido su mortalidad. ¡Ni caso! La enfermedad sigue ahí y lo único que se ha demostrado es que, por ahora, nuestra capacidad de frenarla pasa por el uso de barreras como las mascarillas y la distancia social.
Al sector de la gastronomía le pido prudencia, le pido que ese cariño mutuo que nos tenemos no se manifieste con contacto físico, ni con conversaciones sin barrera o tan cerca que las micropartículas de nuestras salivas nos invadan de lleno. Si ya las pérdidas son millonarias, ¿cómo serán si a usted, que me está leyendo, le vuelven a cerrar el negocio?
Leo en estos días que un brote en una industria alemana con más de 600 contagiados ha obligado a cerrarla, a poner en cuarentena a todos los trabajadores (contagiados o no) y a aislar a más de 7000 personas del barrio donde se halla. ¿Han calculado el impacto de que algo así pueda suceder en su propio negocio? Mas allá de la enfermedad, de las vidas que puedan ser trastocadas, ¿se ha planteado si su reputación no saldría eternamente tocada? ¡Hagan números! Quizás el abrazo o el beso pueda resultar muy caro.
La vida sigue igual, sí. Ya podemos ir (o casi) a nuestro restaurante preferido, ya podemos hablar con ese camarero que nos encandila, también seguir las recomendaciones de ese chef que nos subyuga cada vez que nos ponemos en sus manos. ¡Hagámoslo, pues! Pero con la cabeza bien puesta, y el corazón latiendo fuerte pero bien alejado.