El final de confinamiento se acerca. De este confinamiento y, desde luego, no de la crisis provocada por el coronavirus. No podemos descartar retrocesos, nuevos confinamientos y cambios que seguramente no estamos ni imaginando. Tampoco habríamos imaginado todo esto hace dos meses y aquí estamos.
Pero esta primera fase va teniendo un horizonte, vamos intuyendo el momento de dar pasos. Será esta semana o será dentro de un mes, quizás en unos lugares antes que en otros. Pero es algo que aparece en nuestro futuro próximo. Y por eso quizás sea el momento de pensar en qué nos vamos a encontrar ahí fuera antes de que la realidad nos encuentre, de nuevo, con el paso cambiado.
Porque hasta ahora nos hemos centrado en el día a día. Y bastante había con eso, es cierto. Nos hemos acostumbrado sobre la marcha a una nueva realidad circunscrita en muchos casos a un puñado de metros cuadrados, a tres o cuatro tiendas del barrio y a mirar con más cuidado en qué gastábamos. Todo eso combinado con medidas de higiene y distanciamiento social. Y en líneas generales lo hemos llevado a cabo razonablemente bien.
Ahora, sin embargo, viene ese futuro para el que nada nos ha preparado. No existe un Manual del Mundo Después de la Pandemia, así que no sabemos qué va a pasar o cómo podemos enfrentarnos a ello. Lo cual pone sobre la mesa el parámetro esencial en este futuro: flexibilidad.
Las normas de hace tres meses, en muchos casos, ya no valdrán. Centrándonos en el mundo de la gastronomía ya no podrás dar por sentado que si abres un local en determinada zona y con determinados metros de terraza lo más probable es que funcione de un modo concreto. Puede que sí. O puede que no. Porque hay nuevos factores en la ecuación.
El primero de ellos es un miedo nuevo, adquirido y desconocido hasta ahora; una prevención ante una situación inédita. ¿Cómo vamos a responder ante espacios cerrados, ante multitudes, ante mesas o asientos que han sido utilizados antes por otros? Seguramente lo iremos normalizando y, poco a poco, iremos aceptando que las medidas que tomen aquellos en cuyas manos nos pongamos serán suficientes. Pero nos costará.
El segundo es el factor económico. Habrá mucha gente con menos poder adquisitivo durante bastante tiempo. Esto se notará, seguramente, en todos los escalones, en todas las gamas de precio. Pero quizás la intermedia sea la que parezca más vulnerable.
Si tu situación es crítica dejarás de frecuentar locales de hostelería, pero si simplemente es delicada o ha empeorado respecto a los meses anteriores a la crisis, quizás dejes de frecuentar locales con un ticket medio de 40, 50 o 60€ pero no renuncies a tu café de la mañana, a la tapita de callos el domingo o a un menú del día de precio contenido.
Por el otro extremo, el de la excepcionalidad, creo que es lógico suponer que seguirá habiendo público. El lujo, aunque se resentirá, seguirá contando con un nicho de mercado. ¿Qué ocurrirá, entonces, con esa gama media que tantas alegrías nos ha dado y que ha sido la encargada de trasladar una cocina sólida y creativa a todo tipo de públicos y de lugares? Nuevamente, aquí, la flexibilidad será clave.
Flexibilidad para entender las nuevas circunstancias y adaptarse, flexibilidad para leer a un cliente que seguramente tendrá necesidades, dudas y ritmos diferentes, tal vez también un poder adquisitivo diferente. Flexibilidad para entender que el futuro no necesariamente se regirá por las reglas del pasado.
Los últimos días lo han puesto de manifiesto. La elaboración de comidas para recoger o para reparto (no es necesario usar los términos Take Away o Delivery), que consiguió poner más de un grito en el cielo al principio de esta crisis, no sólo le ha salvado la situación a más de uno sino que ahora mismo está apareciendo como un complemento muy interesante para otros. Quizás el restaurante pierda a ese cliente más miedoso, con más dudas sobre si volver al espacio cerrado y compartido que antes disfrutaba, pero tal vez estas modalidades de servicio permitan recuperarlo, al menos en parte.
Y eso nos lleva de nuevo a la flexibilidad. ¿Será suficiente con meter la oferta del restaurante en pequeños contenedores y hacérsela llegar al cliente a casa? Me temo que no. Hay que entender que el servicio de restaurante es mucho más que lo que llega al plato. Es la comida, por supuesto, pero es también la ubicación, el ambiente, el servicio, la atmósfera que se crea. Y todo esto no entra en el reparto. Así que es posible que cosas que funcionaban muy bien en el restaurante no lo hagan en la entrega a domicilio.
La atmósfera cambia, con lo cual quizás la oferta tenga que cambiar también. Flexibilidad. Y hay platos que no viajan bien, que llegarán pasados, que se desmonten, que no tengan presencia, que pierdan textura. Flexibilidad de nuevo. Habrá que estudiar qué referencias encajan con esta modalidad de trabajo, cómo procesarlas, qué precio ponerles: el cliente no necesariamente pagará lo mismo por un plato en una vajilla, en un local, con una atmósfera, un servicio y seguramente unos vinos de los que no dispone que en su casa; habrá que trabajar sobre el packaging y sobre el reparto –muchas de las empresas de delivery son abusivas en precio y no garantizan una calidad de servicio-. Habrá que evaluar qué nuevos costes hay y en qué partidas se está ahorrando y, a partir de ahí, recalibrarlo todo.
Habrá que buscar nuevas modalidades: platos que el cliente termine de elaborar en casa, platos con todo listo pero envasado por separado, listo para ensamblar. Habrá que desarrollar instrucciones para recalentar, servir o emplatar sin que la elaboración se resienta. Sin perder de vista que estamos en el ámbito del ocio, con lo que esto implica en cuanto a diseño. Ya se está haciendo. Y con éxito en muchos casos. Hay todo un campo para explorar en ese terreno, pero exigirá tiempo, esfuerzos. Y flexibilidad. Exigirá entender que hay necesidades nuevas porque ahí fuera lo que hay, en muchos sentidos, es un mundo nuevo.
Quizás haya que redefinir la relación con el cliente. Ahora más que nunca ésta se basará en la confianza. Y ahora más que nunca el turismo va a perder peso en la cuenta de resultados. La consecuencia parece lógica y nos lleva hacia el cliente de proximidad, hacia la fidelización.
¿Supone esto el final de la excepcionalidad? Sí y no. Sí, en muchos casos, si entendíamos excepcionalidad como espectáculo, como experiencia vacía. No si resituamos la excepcionalidad en el ámbito de lo excepcional, de lo que no está pensado para todos los días. Y eso hará, seguramente, que gane terreno lo cotidiano.
Lo considero una buena noticia. Cotidiano no tiene por qué significar aburrido, carente de interés o previsible. Cotidiano quiere decir asumible, asequible y cercano en el sentido más amplio. Quizás sea este el momento de volver al restaurante de barrio, al local en el que te conocen por tu nombre, al que vas andando desde casa. Da igual que sea un sitio en el que pagues 10, 30 o 120.
Quizás sea también la ocasión de revisar la burbuja inmobiliaria propiciada por, dejemos de evitar el concepto y aceptémoslo, la burbuja gastronómica. Tal vez sea la ocasión para redefinir los términos de la relación entre la hostelería y la producción alimentaria. Todo eso tan socorrido de lo local, lo próximo, lo de temporada. Lo del pequeño productor que tanto hemos oído en ponencias y en programas, que tanto hemos leído y que no siempre hemos encontrado, luego, en nuestro plato. Quizás sea la ocasión de volver a ellos, de darles el espacio en carta que merecen, de dignificar su oficio pagando lo que vale y trasladando su mensaje al cliente.
Hablamos, en definitiva, de resituar la escala de valores, de colocar a la gastronomía como una pieza más de nuestro tejido de proximidad. Hablamos de hacerla parte de las ciudades y de la vida de los ciudadanos, de convertirla con más fuerza en un motor económico, pero, al mismo tiempo, de volver a cargarla de significados, de sacarla de la burbuja, si es que esta existía, y volver a plantarla en el terreno.
Esa flexibilidad que todos necesitaremos para adaptarnos a una situación que desconocemos implica –puede implicar- una vuelta a lo nuclear en la gastronomía, un despojarse de lo superfluo, un dejar de mirar al turismo como prioridad para volver la vista hacia la sociedad que la mantiene viva. Implica acabar de una vez por todas con esos prejuicios aún vivos y tan dolorosamente presentes en tanta gente respecto a la creatividad en la cocina. Siguen vivos porque se han mantenido los excesos que permiten que sigan vivos.
Sólo si esos excesos desaparecen, si el cliente entiende que es el sector el que se esfuerza por no perderlo y no al revés, se podrá reivindicar la gastronomía como lo que realmente es, una parte esencial de nuestra cultura, de nuestra historia y de nuestro modo de vida. Mientras tanto, mientras un porcentaje importante del entorno más inmediato la vea como algo frívolo y prescindible, mientras muchos locales necesiten que una parte mayoritaria de su cliente venga de fuera y tenga un poder adquisitivo que no existe en su entorno, las cosas serán, me temo, complicadas. Porque esos son, ahora mismo, signos de anquilosamiento, de una artrosis que no va a ayudar en los tiempos que vienen.
La normalidad que nos llega exigirá esfuerzos. El primero de ellos será un esfuerzo de pragmatismo, un ejercicio de autocrítica para volver a poner los pies en el suelo. Serán meses de trabajo, de planificar sin tener la certeza de si los proyectos darán resultados; de remangarse la camisa y afrontar lo que venga. Y de hacer un ejercicio decidido de reconexión, de leer a la sociedad que nos rodea, de entenderla porque no será la misma que nos rodeaba antes, y volver a formar parte de ella. Signifique esto lo que signifique. Cueste lo que cueste.