Es un gesto leve. La boca se tuerce un instante y las cejas se erizan a escasos metros de distancia. Es algo milimétrico que pasa desapercibido para quien no lo ha vivido antes. Un pelo de gato en la chaqueta; un callo en el dedo anular de quien alguna vez escribió a mano. Una reacción fugaz que implosiona en el rostro del jefe de sala cuando entras en el restaurante.
La reserva decía que éramos tres personas, no que una de ellas fuera un niño de cuatro años.
Hemos llegado a Madrid algunas horas antes. Es 31 de julio y pocos los coches que en vez de salir se ahogan en la ciudad. A quien conduce, la entrada a Madrid le parece un caos evitable. A mí, que no lo hago porque no sé, me resulta un cortejo. Las curvas de la M-30, los túneles subterráneos y los perfiles toscos y calientes que asoman entre ellos me advierten de golpe sobre todas las posibilidades que se esconden aquí. Sin embargo, es 31 de julio y es domingo por la tarde y estamos en Madrid; (casi) todo está cerrado y yo quiero jugar al descubrimiento. También con mi hijo.
Cuando doy con una mesa disponible y abierta por vacaciones, montamos a O. en su patinete y las aceras de la capital no son suficientes para quitarnos ni el hambre ni las ganas de comer. Lo primero que ve el jefe de sala son las ruedas ahumadas de un vehículo infantil que se cae a pedazos cubierto de pegatinas. Después, a un renacuajo que suda. Tras él, la nada. Ya ha visto suficiente.
La atmósfera se estira y nos dirigen sobre la cuerda floja. Se reorganiza el ambiente. También las mesas.
O. arrasa con los edamame, que sirven salteados en sus vainas. Se come varios niguiris con la torpeza insistente de su corta edad —seguimos instruyéndole en el arte de los palillos—, pero se los come. Nos pide más arroz y hacemos de abogados del diablo en un restaurante japonés de altura que paradójicamente se encuentra en el subsuelo. Traen un cuenco de lo que bien pudieran ser pepitas de oro que han bateado en un riachuelo.
El comedor, de diseño sinuoso, se ha ido llenando de elegantes grupitos de mediana edad, matrimonios empavesados, amigas televisivas de domingo noche. Para la pareja de treintañeros de al lado, ella muda y él contundente, el menú omakase es demasiado breve. El chef sale de la cocina para saludar alegremente a esta mesa que pide más, algo más largo, más grande, más explosivo. «Venimos a darlo todo» dice él, y se le contraen los músculos. Sin embargo, es cuando el niño dormita sobre mis rodillas cuando el personal respira.
Y lo hacemos nosotros. Los platos probablemente hayan estado bien, pero no somos conscientes de ello. Ha podido esa presencia gélida que han sentado también a nuestra mesa, la del gesto leve, la que te susurra al oído que un niño que aprende a comer molesta. Y darán discursos.
Al día siguiente escribo esto, justo después de que en una taberna de Ponzano nos pongan dos tenedores en vez de tres en un barril de la terraza. Porque claro: los niños no son comensales, son niños. Al menos fuera de casa.