Desde hace pocos años, adicto como soy a las ciudades (a lo que suponen, aclaro), cada vez las encuentro más interesantes conforme se empequeñecen. Esto es, se fragmentan. Se dividen en pueblos que están dentro de un pueblo mayor hasta dar, como en una matrioska controlable, con la idea de la ciudad.
En mi ciudad, València, demasiadas veces, por una sucesión de complejos no resueltos y de cicatrices mal tratadas, hemos acabado por ambicionar aquello que simplemente era estúpido. Que si ser capital gastronómica cuando a santo de qué necesitábamos serlo, que si ofrecer un lujo que nadie nos exigía o, en el fragor de todos los complejos, en lugar de celebrar que el plato totémico es un santo grial para la comida mundial, y tratar cualquier incursión ajena con santa didáctica, enfurruñarnos porque han pecado, transgrediendo los principios elementales de la paella. No, no somos una ciudad perfecta, ni idílica. Muchas cargas pesadas, unas cuantas rémoras en la mochila. Y sin embargo…
Y sin embargo València, más pequeña, un punto más endogámica, resulta ahora una ciudad más sana y accesible donde cada uno tiene su nombre. No sé hasta cuándo, pero ya sobre nada sabemos lo que sabemos.
La València de Ricard, of course. La de Quique… y por extensión interpuesta la de Luis Valls. La València de Begoña. La València de Nuria y José Miguel. La València de Román. La de Ricardo. La de Patiño. La de Vicky. La de Pablo. La de Diego. La de los Rausell. La de Pep y Ana. La de Chemo. La de Junior. La de Alberto y Mar. La de Sergio y Cristóbal. La de los Andrés. La de Tono y César. La de Abraham. La de los Honrubia. La de Ulises. La de Stephen. La de Rakel. La de Toni. La de Alejandro. La de Miguel Ángel. La de Germán y Carito. La de Gloria. La de Karlos. Y la de Carlos. La de Javier y Amparo. La de Vanessa. La de Óscar y Ana. La de Javier y Óscar. La de Ayelet y Ronen. La de Manu. La de Valentín. La de Enrique e Ivonne. La de Mr. Schmidt. La de Nacho. La de María José y Juanjo. La de Sabino. La de Alfonso. La de Carlo. La de Dani y Roseta. La de Eduardo. La de Toshi. La de Noreddine. La de Ricardo y Susana. La de Gabi. La de Sergio. La de Guillaume. La de Emmanuelle.
Ante tanto sobo a la cocina de mercado y a las generalidades vaporosas, la única salvación son los nombres. Los que están y los que faltan. Una València sin más sorpresas que aquello previsible que se distribuye con coordenadas conocidas. Liberada de sus complejos impuestos. Dispuesta a ser ella misma sin saber todavía (ni pretenderlo) qué significa ser eso.
Quizá esta calma es precisamente el mayor de los peligros. “València -dijo el efímero diseñador Pedro Miralles- es como un arsenal. Si alguien pone una cerilla en el lugar adecuado, saltará como un volcán”. Es la frase de todas las que he escuchado que mejor define la ciudad. Aunque todavía no me queda claro si es un elogio o todo lo contrario.