El agosto en Madrid ha sido, este año, asfixiante. Noches interminables en las que el calor nos despertaba una y otra vez; días sofocantes en los que hasta la propia piel caliente nos molestaba. No obstante, los últimos días del mes nos han dado tregua: el calor diurno comenzó a ser soportable, y a la noche la bajada de temperatura nos ha ido dando apacibles descansos.
En una de esta veladas, cuando el calor ya estaba menguando, quedé con una pareja amiga en uno de esos lugares de referencia. Era un día ventoso, aunque la terraza, ligeramente guarecida, estaba razonablemente poblada. Llegué antes de la cita y me senté en una mesa en la terraza. Pedí una copa del cava que suelo tomar allí mientras esperaba a mis amigos. Y de pronto, el horror…
Una marabunta de catorce personas, todos hombres menos una mujer, achispados por decirlo amable, tomaron posesión de dos o tres mesas juntas. Fue un incesante pedir de copas (combinados) y alguna cerveza. Se comportaban como energúmenos, muchos dando golpes en la mesa, vociferando como en una pelea de gallos, algunos exclamando 'los rojos, al paredón', otros presumiendo de sus conquistas amorosas, y casi todos mostrándose favorables a coger el coche y volver en él a donde fuera su procedencia.
El resto de las personas que estábamos en la terraza, algún bebé incluido, teníamos el corazón en un puño con cada grito, con cada golpe, con cada improperio, con esa falta de modales que no da el alcohol, pero la auspicia.
Llegó un momento en el que no lo pude soportar más y entré; cogí mis cosas y entré. Le dije a uno de los camareros conocidos que estar en la terraza resultaba insufrible y su respuesta me dejó anonadada: «No podemos hacer nada. Son clientes».
¿Desde cuándo los derechos de un cliente están por encima del resto de clientes? ¿Desde que yo tomo una copa de cava de 3,90 euros y en la mesa de al lado toman 14 copas a razón de 11 o 12 euros cada una?
Una vez dentro, ya con mis amigos acompañándome, llegó un momento en el que estábamos helados. El aire acondicionado estaba por los suelos: a 21 grados. Con un ligero vestido de tirantes poco tenía para confortarme. Llamé a un camarero al vuelo y le pedí si podían subir la temperatura a lo que me contestó: «Imposible, se quejaría el resto de la clientela». Recurrí entonces a la ley y la respuesta que obtuve fue: «Yo de leyes no sé nada».
Un atisbo de suerte asomó en el último momento: a cierta distancia oí como otro empleado le decía al camarero que, estrictamente, la temperatura no podía bajar de 25º.