El 13 de diciembre de 2014 entró en vigor una normativa europea que exigía aplicar a la industria alimentaria de los veintiocho un reglamento aprobado en 2011 sobre el etiquetado de sus productos, tras una moratoria de tres años. Entre otros datos, las etiquetas y envases debían y deben informar sobre el origen de los alimentos, los alérgenos más comunes que pueden contener y sus datos nutricionales. Entre estos últimos, su valor energético o calórico, el que nos importa ahora.
Este dato indica la cantidad de energía que puede llegar a proporcionar al organismo y suele expresarse en kilocalorías, aunque erróneamente se emplee en el habla coloquial y no tan coloquial el término «calorías» o «Calorías», escrito con ce mayúscula, asumiendo que son medidas equivalentes. Cuando no lo son en absoluto.
La diferencia entre calorías y kilocalorías es sencilla: 1.000 calorías son 1 kilocaloría, expresada con el símbolo «kcal». Ambas son unidades de energía, sí, pero miden a diferente escala, como cuando hablamos de peso. El kilogramo no es lo mismo que el gramo, porque 1.000 gramos son solamente 1 kilogramo. Sencillo, ¿verdad?
Dado la confusión habitual entre una unidad de energía y otra, junto con la simplificación que se realiza al llamar «calorías» a las kilocalorías, conviene siempre asegurarse de la medida que se emplea en cada momento. Si en la etiqueta de un alimento advertimos el símbolo «kcal», no hay duda, habla de kilocalorías. Si alguien nos dice que una hamburguesa con queso tiene 300 calorías, una cantidad irrisoria, con toda seguridad nos estará diciendo en realidad que ese alimento posee 300 kilocalorías. O lo que es lo mismo, 300.000 calorías, aproximadamente un 13 % de la energía que deberíamos reunir diariamente.