Una mujer que en España ejerce la crítica gastronómica es principalmente una profesional invisible. Poco importan antecedentes tan relevantes como los de Carmen Casas, Paz Ivison o Ana Lorente durante La Transición, porque de ellas no se suele hablar, ni siquiera en un artículo dedicado a los críticos gastronómicos publicado en Bon Viveur, el medio especializado en gastronomía en español que más mujeres tiene en su sección de Opinión.
Pensar en los referentes de la crítica gastronómica ha sido pensar en masculino y así lo fue hasta los años 90 del siglo pasado en los que los diarios de mayor tirada reforzaban esta idea de que las críticas son cosa de hombres y las recetas de mujeres. Con el paso al siglo XXI el escenario cambió, y desde entonces son las mujeres las que mayoritariamente divulgan lo gastronómico a través de cualquier género periodístico (también la crítica).
Entre ellas se encuentra Raquel Castillo que ha practicado la crítica gastronómica desde hace más de 20 años. Para ella, “la crítica es un género en franca regresión, una forma de hacer periodismo posiblemente abocada a desaparecer en un futuro no muy lejano”. Y asegura que buena parte de los que hoy en día la ejercen como tal, stricto sensu, son anteriores a la generación boomer.
Castillo se considera fundamentalmente una periodista especializada en gastronomía, trabajo que aborda recurriendo a los diferentes géneros periodísticos, desde una entrevista a un reportaje, una crónica o, también, claro, una crítica. Es obvio que críticos ha habido siempre en los distintos ámbitos de la información. A los críticos (de cine) se recurre cuando queremos saber si una película es o no buena, a los de teatro si nos planteamos ir a un estreno, como se hace con la literatura o el arte en el caso de una novela o una exposición. La gastronomía o más concretamente los restaurantes también son objetos de crítica, por descontado. Los especialistas están ahí para eso precisamente, para recomendar al lector (nos referimos a la prensa, pero el planteamiento es idéntico para otros medios de comunicación, incluyendo los entornos digitales y las redes sociales). Asesorarle, guiarle, decirle por qué ha de ir a conocer determinado establecimiento, o por qué no hacerlo, si merece la pena invertir tiempo y dinero en visitarlo, qué es lo que le hace diferente, qué plato le va a sorprender, darle información, ayudarle a que forme su propio criterio y juzgue por sí mismo. Con argumentos, con conocimiento y experiencia. Como siempre. Como en todo. Y esto, por descontado, pueden hacerlo igual de bien (o de mal, por supuesto) mujeres y hombres.
El hecho de que hasta ahora haya habido una mayoría de hombres dedicados a la crítica (sin más, muchos incluso no eran periodistas, sino que provenían de otros sectores y no desarrollaban ninguna otra faceta relacionada con el periodismo) no es más que un reflejo de lo que siempre ha sido la sociedad. La labor de las mujeres ha sido ninguneada, invisibilizada permanentemente en las artes, en las ciencias, en la cultura y consecuentemente en el periodismo. La historia está llena de olvidos flagrantes. ¿Cuántas directoras de medios de comunicación actuales conocen? ¿Cuántos nombres de cocineras con estrellas Michelin dirían de corrido sin pararse a pensar? ¿Y de periodistas que no salgan en la tele o las tertulias de radio? ¿Y si preguntamos por colegas que escriban de gastronomía, de restaurantes o de vinos? Pues las hay. Muchas. Como las que firmamos este artículo. No tenemos los datos concretos, pero podríamos decir sin temor a equivocarnos que en el periodismo gastronómico somos mayoría. Por eso tenemos que opinar, nuestros argumentos tienen que ser tenidos en cuenta. Nuestro punto de vista es tan válido como el de nuestros colegas masculinos, hayamos o no ejercido la crítica alguna vez —o de forma continuada—. No es sólo una cuestión de paridad, es que no hacerlo es pensar en pequeño, hurtar puntos de vista, obviar parte de la realidad, en cierta medida engañar al lector, aunque el engaño no sea premeditado. Y es engaño porque se oculta, quizás por olvido, una parte de la verdad.
Micromachismo, sí, involuntario, seguramente. Pero no podemos pasarlo por alto. Por lo menos no nosotras, que tenemos la posibilidad de hacernos oír poniendo nuestro punto de vista negro sobre blanco, máxime en un medio digital como éste, Bon Viveur, que habitualmente cuenta con nuestras firmas. Porque, al final, lo que interesa es que como profesionales nos dirijamos un público que demanda información gastronómica de calidad.
Por otro lado, ¿y si nos encontráramos ante un cambio de paradigma? Hay atisbos que indican que la crítica gastronómica al uso se está transformando para dejar de ser esos escritos rebozados de supuesta autoridad masculina del siglo pasado para acercarse más a otros formatos narrativos con opiniones argumentadas en un tono dialogante.
¿Por qué pensar que la crítica se refiere única y exclusivamente a restaurantes siendo la gastronomía un campo mucho más amplio? Opinar y valorar con criterio unas patatas, una alcachofa, un aceite de oliva, una carne o un pescado, siempre desde un plano profesional, ¿no puede acaso clasificarse como crítica gastronómica? ¿Y es que la crítica gastronómica no debería abordar lo que se vende en el supermercado o las políticas agroalimentarias?
Si ampliamos nuestras miras, ¡la cosa cambia! y es entonces cuando las mujeres críticas gastronómicas, periodistas gastronómicas, empiezan a hacerse notar. Críticos al uso se cuentan con los dedos de una mano; críticos del siglo XXI, son ya ellas, ellos y, tal vez, elles.