Hace apenas unos años que el mayor movimiento alternativo al consumo tradicional de alimentos, el Slow Food, cumplió un cuarto de siglo. El popular concepto culinario y ecológico alcanzaba los veinticinco años de existencia desde que empezó a practicarse a mediados de los ochenta gracias a su fundador, Carlo Petrini. Un revolucionario italiano convencido de que necesitábamos ir más despacio a la hora de vivir y, sobre todo, a la hora de comer.
Las reflexiones de base, plasmadas en el manifiesto de la corriente de pensamiento, son sencillas. Vivimos un momento, un siglo, en el que nos hemos desarrollado con la industrialización. Hemos dado forma a máquinas y las hemos convertido en nuestro propio modelo de vida. Lo que nos ha llevado a la velocidad, a la fast life. «En nombre de la productividad, ha modificado nuestra vida y amenaza el ambiente y el paisaje», afirman en la declaración.
Los seguidores de esta filosofía, «contrariamente a aquellos, que son los más, que confunden la eficiencia con el frenesí», abogan por la tranquilidad. Por el placer de lo material. Por evitar a toda costa la celeridad, la comida rápida y la «locura universal» de la vida alígera que «puede reducir a especie en vías de extinción» al homo sapiens. Por recuperar la sabiduría, redescubrir la riqueza de las cocinas locales, disfrutar de los placeres sensuales asegurados y prolongar el goce. Por la Slow food.
Alcanzando la forma de vida y alimentación ‘slow food’
Es probable que aunque uno no sea seguidor del movimiento, y ni siquiera lo conozca, practique parte de lo que promulga desde que se articulase como tal en la localidad florentina de Bra. Porque sus preceptos son, de forma mayoritaria, costumbres y actitudes que siempre se han tenido, aunque cierto progreso las haya arrinconado.
Es, por ejemplo, comer con atención, conocimiento y lentitud, tomando consciencia de aquello que se esté ingiriendo. Optar por productos naturales, no procesados de forma industrial, escogiendo género local y de temporada, dejando a un lado el resto. Cocinar con las recetas locales, contribuyendo a que no se pierdan y a afianzar una cultura propia, una identidad, que demasiadas veces peligra. O defender una economía real, al margen de la especulativa, a través de la riqueza de la producción local y la dignificación de aquellos que la hacen posible en el día a día.
Estos planteamientos nos llevan hacia una nueva gastronomía, global en concepto y local en la práctica, basada en varios principios. La educación y la libertad de elección. La toma de consciencia y responsabilidad. La aspiración de un mundo en el que todas las personas disfruten de una comida buena y saludable. El respeto por quien produce los alimentos y por el medio ambiente. Y el correcto aprovechamiento de los recursos, sin despilfarros.
Slow Food como fundación
El cada vez más empleado término, creado en contraposición a la fast food aquella década de los ochenta en la que se fundó el movimiento, es también la fundación sin ánimo de lucro que se encarga de promoverlo por todo el mundo.
Slow Food, con asociaciones locales perfectamente organizadas en países, regiones y ciudades de todo el planeta, cuenta en la actualidad con más de 100.000 socios. Está perfectamente organizada en la red, con numerosas páginas web; dispone de delegaciones propias en más de 160 países, desde las que se celebran regularmente numerosos actos, y colabora con la única universidad del mundo dedicada de forma exclusiva a las ciencias gastronómicas.
De este modo, la filosofía simbolizada en el caracol, por su lento desplazamiento, ha conseguido incluso el compromiso de pueblos y ciudades con su modo de entender la vida y la alimentación. Son agrupaciones conocidas con el nombre de slow cities, localidades comprometidas en aumentar la calidad de vida de sus ciudadanos en cuanto a alimentación y otros aspectos. Como la pacificación o restricción del tráfico en centros urbanos, el desarrollo de infraestructuras respetuosas con el entorno o la salvaguarda de las materias primas tradicionales y sus productores.
Estas asociaciones de municipios pueden complementarse con proyectos propios de la Slow Food Foundation como uno de los más importantes, valiosos e interesantes, el Arca del Gusto. Una misión que tiene por meta recuperar y catalogar alimentos olvidados o en peligro de desaparecer, agrupar razas de animales singulares, productos gastronómicos de índole artesana, gran valía contrastada y producción artesana también en riesgo de extinción. Algunos como el aceite Serrana Espadán, el atún de Barbate o la patata gorbea nos tocan especialmente de cerca.